domingo, 15 de junio de 2008

Montaigne por Arias Solis Francisco

MICHEL DE MONTAIGNE
(1533-1592)

“La conciencia hace que nos descubramos,
que nos denunciemos o nos acusemos a nosotros mismos,
y a falta de testigos declara contra nosotros.”
Michel de Montaigne.

LA VOZ DEL PADRE DEL GENERO ENSAYISTICO

Sin plan, ni método, oscilando entre cierto epicureísmo y el escepticismo que le era propio, Montaigne lleva a cabo en sus Ensayos una serie de lúcidas reflexiones acerca de cuanto lee y observa, empezando por sus propias motivaciones, que han tenido una enorme influencia en el posterior pensamiento universal y que le confirieron un lugar de honor en la historia de la literatura por su contribución fundamental al género ensayístico. Montaigne no sólo es uno de los escritores franceses más grandes, sino que representa excelentemente un aspecto de las postrimerías del Renacimiento: la fusión del humanismo con el análisis moral de los clásicos. Su éxito, no tan grande en los países católicos y en Alemania, fue considerable en Inglaterra, donde traducido desde 1603, hizo surgir toda una escuela de moralistas y popularizó el ensayo.

Michel Eyquem de Montaigne o Michel de Montaigne nació en el castillo de Montaigne, Périgord, el 28 de febrero de 1533 y falleció en Burdeos el 23 de septiembre de 1592. Hijo de unos ricos comerciantes que, gracias a su dinero, se habían convertido en nobles recibió una educación humanista. Su madre descendía de una familia de judíos sefarditas españoles. Se cuenta que, en su infancia, su padre le despertaba todos los días al son de una música agradable; que aprendió el latín por métodos especiales, sin que le costara lágrima alguna, como jugando, que creció rodeado de una atmósfera tal de felicidad que, acostumbrado a ella, él mismo decía, después, que su profesión era vivir muelle y regaladamente, para disfrutar doble de lo que suelen los otros. Fue magistrado del Parlamento de Perigueux y de Burdeos, cargo éste último al que renunció en 1570 para dedicarse al estudio y a la escritura, aunque continuaría con actividades de índole política. En 1580 emprende un viaje por Francia, Alemania, Austria, Suiza e Italia, escribiendo un diario detallado, Diario de viaje, que no vio la luz hasta 1774. Estando en Roma, es nombrado, como antes su padre, alcalde de Burdeos, ciudad donde la peste hace estragos. Le piden que regrese, y él contesta que sería temerario, y que si quieren, irá a discutir con ellos, lo que puede hacerse, no en el mismo Burdeos, sino en un pueblo cercano donde la peste no existe, después de lo cual les desea muchos años de vida y de felicidad. A pesar de este modo de ejercer el cargo, es reelegido al cabo de dos años. Cuando toda Francia arde en guerras de religión y todo el mundo quiere convertirse en famoso hombre de guerra, él , tras cortos ensayos de vida militar, se encierra en su castillo y se esfuerza en ser hombre de paz, que lee tranquilamente sus clásicos latinos. Hasta del estudio hace un mero placer, algo practicado sin esfuerzo, para entretenerse. Así escribe sus Ensayos famosísimos, como quien juega, y les pone un brevísimo prólogo que acaba diciendo que si él fuera uno de los habitantes de aquellas naciones que se dice viven aún “en la dulce libertad de las primeras leyes de la naturaleza”, asegura que se hubiera pintado a sí mismo en su libro “de cuerpo entero y completamente desnudo”. Por lo tanto, como “él mismo es la materia de este libro”, no hay razón, dice, para que el lector emplee sus ocios en un asunto tan frívolo y vano. “Adiós, pues” son sus últimas palabras. Pero el lector no se va, no suelta el original libro, y sigue de sorpresa en sorpresa, como cuando, al tratar de los libros, dice Montaigne campechanamente: “yo soy hombre de alguna lectura, pero de ninguna retentiva”; “el que me hallen en flagrante ignorancia no me afecta para nada, porque apenas respondería yo a otra persona de mis discursos, cuando ni a mí puedo responder de ellos, ni me dejan satisfecho”, “reconocer la propia ignorancia es una de las más hermosas y seguras pruebas del buen juicio que yo hallo”. Claro que después resulta que ni el autor carece en absoluto de retentiva, ni es ningún ignorante, pues los autores que juzga lo demuestran. Lo que él desea es “pasar dulce y no laboriosamente lo que le resta de vida, y no quiere romperse la cabeza por nada, ni por la ciencia, aunque la tenga en mucho”.

Su obra maestra son sus Ensayos comenzados en 1571, cuya primera edición es de 1580, a la que realiza constantes correcciones que aparecen en las sucesivas ediciones de la obra, hasta la edición definitiva, póstuma, en tres volúmenes preparada por su admiradora Marie de Gournay y Pierre de Brach, que data de 1595. A través de sus Ensayos va decantando un ideal de vida conforme a la naturaleza que implica la eliminación de la inquietud producida por la ambición, la consideración de todas las cosas como transitorias y el cumplimiento de las leyes para evitar los males mayores que produce la rebelión contra ellas; todas estas normas constituyen el ideal moral de Montaigne y no tienen otro sentido que el de contribuir a la felicidad individual, que es la única felicidad efectiva y concreta frente a pretendidas grandezas y engañosas abstracciones. En su obra se reflejan con vigor y claridad los caracteres del subjetivismo y del humanismo del siglo XVI, unidos a un escepticismo que nace del descubrimiento de la insignificancia de los seres humanos, que se estiman superiores al resto de las cosas y olvidan los vínculos que les unen a la naturaleza. Y como dijo el ensayista francés: “Los libros son el mejor viático que he encontrado para este humano viaje”.

Francisco Arias Solise-mail: aarias@arrakis.esURL: http://www.arrakis.es/~aarias


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Gracias.

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