viernes, 12 de marzo de 2010
Julio Herrera y Reissig por Francisco Arias Solís
EN EL CENTENARIO DE LA MUERTE DE
JULIO HERRERA Y REISSIG
(1875-1910)
“Anoche vino a mí de terciopelo;
sangraba fuego de su herida abierta;
era su palidez de pobre muerta
y sus náufragos ojos sin consuelo.”
Julio Herrera y Reissig.
LA VOZ DEL MODERNISMO
Precisamente con una serie de Wagnerianas se estrenó hacia 1900, en su país el uruguayo Julio Herrera y Reissig, en quien algunos pretenden ver el poeta máximo de América. Que es tan original como el que más y superior a todos en algunos aspectos, más bien imaginativos, nadie lo pone en duda. Que sea el mejor poeta de habla hispánica, ni siquiera el mejor en su tiempo –un tiempo en que andaba por el mundo un lírico del rango de Rubén Darío-, es menos que probable. Para Guillermo de Torre, su prologuista y agudo intérprete, es Herrera y Reissig el poeta que “encarna quizá con significación más cabal la manera modernista”, superior al mismo Darío, el cual siendo más poeta, no representó el modernismo con tanta fidelidad. Tenía Herrera y Reissig unos trece años cuando en 1888 aparecía Azul, el primer libro modernista de Rubén Darío; y muere demasiado pronto, a los treinta y cinco años, para que pudiera desarrollar más tarde cierto tono ajeno al modernismo.
“Herrera y Reissig, en realidad fue un romántico –decía Luis Cernuda-, y para él, como para otros americanos, el modernismo acaso resultó una postrera encarnación del romanticismo. Su ostensible hostilidad al medio ambiente, su inadaptación al mismo, su individualismo exacerbado eran otras tantas consecuencias de un innato romanticismo. Y si recordamos las circunstancias poco afortunadas que acompañaron su vida, y cómo las conllevó, un sentimiento de simpatía y de estimación pueden despertarse ante su persona y su obra. Buscó lo mejor, lo que él creía era lo mejor; amó su trabajo, y tuvo conciencia de lo que el trabajo artístico significaba en un mundo donde el arte perdía alcance social, al mismo tiempo que su significación se hacía más grave para quien a tal trabajo y disciplina quería someterse”. Nuestro Miguel Hernández dedicó al poeta uruguayo el Epitafio desmesurado a un poeta: “Nata de polvo y su gente / y nata del cementerio, / verdaderamente serio / yace, verdaderamente”.
Julio Herrera y Reissig nace en Montevideo el 9 de enero de 1875, de familia criolla, de hondo arraigo en su país. Pasa su infancia y juventud en ambiente de holgura; educación burguesa en los mejores colegios. Pero a los veinte años sobreviene el hundimiento del “herrerismo”. El futuro poeta tiene que limitarse a vivir modestamente de la prensa y del desempeño de cargos secundarios: empleos en la Aduana de Montevideo, en la Inspección de Enseñanza Secundaria, etc. Un mes antes de morir había sido nombrado bibliotecario. Sólo sale de su país en 1905 para ir a Buenos Aires, donde trabajó en la Oficina del Censo durante ocho meses. Murió en Montevideo el 18 de marzo de 1910. Dos años antes se había casado con Julieta de la Fuente.
La obra de Herrera está ligada íntimamente a su vida, de la que es reflejo fidelísimo. Este espíritu egocéntrico se recluye en su torre de marfil y desde ella va lanzando a los cuatro puntos cardinales, con cierta indiferencia, su mensaje. Lo de la torre de marfil no es un símil, es una realidad. Esa torre de marfil, en que Herrera se recluyó voluntariamente, tuvo su existencia y su nombre: se llamaba la Torre de los Panoramas, y desempeñó un papel muy importante en la difusión y proceso del modernismo uruguayo. Se trataba de un circuito literario donde Herrera congregaba diariamente a sus amigos y admiradores, casi todos más jóvenes que él, les leía sus versos, escuchaba sus aplausos y, llegado el caso les daba el espaldarazo de poetas.
Empieza Herrera escribiendo cantos A España, A Castelar, A Lamartine, etc., esto ocurre en 1898. Nos hallamos naturalmente ante un romántico. Pero dos años más tarde, en unas Wagnerianas, publicadas en La Revista, que él mismo dirige, ha cambiado de tonos. Vienen inmediatamente Las Pascuas del Tiempo, incluidas en el Almanaque artístico del siglo XX, que señalan su conversión total al modernismo. Y a continuación: Los maitines de la noche, Los éxtasis de la montaña, Poemas violetas, Sonetos vascos, Ópalos, Átomos, La torre de las esfinges, Los parques abandonados y Pianos crepusculares. Y en prosa, Conferencias, El Renacimiento en España, El círculo de la muerte, etc.
La poesía de Herrera y Reissig es antes que nada simbolista. Un simbolismo alucinante, demencial, que cae de lleno dentro de las zonas psicopatológicas, con mucho de ilogismo y mucha extravagancia. Lo que no quiere decir que Herrera y Reissig no fuera un temperamento poético de primer orden. Lo fue; lo demostró en multitud de poemas, y muy especialmente en los Sonetos vascos, que son para nosotros lo mejor de su obra. El dominio verbal y su sentido de la música, así como el tono irónico y lúdico con que habla de lo cotidiano, le avanza un escalón dentro del modernismo y le acerca a Laforgue: de ahí que busque a veces la imagen por la imagen y sea antecedente leve de la poesía de vanguardia. Sus imágenes resultan extravagantes, chocantes, como: “Golondrinas: últimas flechas perdidas de la noche en derrota”, “las palomas: recuerdos esparcidos de los viejos muros arrugados por la edad”.
“El sexto número de Caballo Verde –escribía Pablo Neruda, director de la revista- se quedó en la calle Viriato sin compaginar ni coser. Estaba dedicado a Julio Herrera y Reissig –segundo Lautréamont de Montevideo- y los textos que en su homenaje escribieron los poetas españoles, se plasmaron ahí con su belleza, sin gestación ni destino. La revista debía aparecer el 19 de julio de 1936, pero aquel día se llenó de pólvora la calle. Un general desconocido llamado Francisco Franco se había rebelado contra la República en su guarnición de África”.
A diferencia de otros modernistas, de Rubén, de los precursores y de los seguidores, Herrera es un raro, un ser que rechaza la intimidad, el mundo exterior, e incluso el espacio que separa ambas zonas. Y como dijo la voz personalísima del poeta: “Todo suspira y ríe. La placidez remota / de la mañana sueña celestiales rutinas. / El esquilón repite siempre su misma nota / de grillo de las cándidas églogas matutinas. / Y hacia la aurora sesgan agudas golondrinas / como flechas perdidas de la noche en derrota”.
Francisco Arias Solís
La paz no se reduce a la ausencia de guerras
XIII Festival Poético por la Paz y la Libertad
URL: http://www.internautasporlapaz.org
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